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domingo, 15 de mayo de 2011

SIMEDUCO: CESE LA VIOLENCIA EN LAS ESCUELAS YA!!!!!!


La escuela en tiempos de ¿paz?

Asistir a clases no debería suponer riesgo o inseguridad. Pero el asesinato de un estudiante de noveno grado a la salida de clases ha afectado a los alumnos y maestros de la escuela Concha Viuda de Escalón al punto de sentirse seguros solo si ven policías en los portones. En estos pasillos los niños hablan de amenazas a muerte y extorsiones como si se tratara de lo normal. Muchos ya han renunciado a su derecho a la educación.

Escrito por Una crónica de Rossy Tejada Fotografías de Giovanni Lemus y Borman Mármol
Domingo, 15 mayo 2011 00:00
LPG



Una joven de ojos claros avanza de prisa y mira por encima del hombro. Se asegura de que no la vienen siguiendo. Aprovecha el final de una clase para abordar a la profesora de tercer ciclo.

“Tenés que tranquilizarte”, exclama la docente. La joven masculla unas palabras. La aflicción que se lee en su rostro permite adivinar que no ha venido para quejarse de niñerías. Me acerco a la maestra antes de que se cierre la puerta del salón.

—La muchacha se veía preocupada...

—Es que la acaba de amenazar un alumno de su sección.

—¿Y qué le habrá dicho?

—Que no se extrañara si un día de estos amanecía muerta.

La educadora se aleja y busca al director para ponerlo al tanto. Dice que quienes estudian aquí saben bien que con ese tipo de amenazas no se juega. No después de lo que ha pasado. La maestra cierra la puerta tras de sí; se le nota triste. Como si esta no fuera la primera vez que un estudiante le cuenta algo parecido entre una clase y otra.

De afuera no parece una escuela distinta al resto. Es casi imposible imaginar las confesiones que se escucharán de algunos alumnos sobre las balaceras en las comunidades cercanas, la violencia y las rivalidades entre pandillas.

El Complejo Educativo Concha Viuda de Escalón bien puede ser el corazón de esta colonia capitalina. O, al menos, el de su lado más precario. Una escuela pública que convive entre dos mundos: el de los restauranteros, las empresas y los edificios de lujo, y el de los más de 15 barrios marginales.

La primera visita es un martes por la tarde. Llueve cernido. Del otro lado del portón principal un hombre se asoma por la mirilla. Pregunta con quién quiero hablar y luego abre un portón corredizo.

Dentro de unas horas veré cómo una chica de ojos claros busca desesperadamente a su profesora para contarle que otro alumno la amenazó dentro de su propio salón de clases.

Pero ahora, al fondo del patio y en horario de recreo, a los más pequeños se les puede ver jugar en la cancha de basquetbol como niños que son.

La tímida lluvia no impide que corran tras una pelota o le pidan a su profesora más capiruchos. Unos hechos de plástico que la maestra se ha rebuscado por traer. Un grupo de niñas de primaria prefiere el saltacuerdas. Otros optan por comer churros y dulces alrededor del cafetín. Los alumnos de bachillerato, en cambio, no se suman al griterío y prefieren conversar en el amplio corredor de aulas azules y blancas.

Todos ellos no parecen ser los mismos estudiantes imbuidos en un ambiente tan extremo que lleva a los maestros a depender de policías frente a los portones para sentirse seguros.

Para muchos, la vida cotidiana una vez afuera de la escuela tiene poco de lúdico. José, por ejemplo, es un chico de 12 años, flaco y alto, moreno y colocho. Es de los pocos que encuentro apartado de la cancha de basquetbol y de las pelotas. Está sentado junto a otro compañero de sexto grado en una de las bancas de cemento que bordean los salones. Me dice que está esperando a que toquen el timbre para entrar a clases; este día no le dio por jugar con otros de su edad.

Tres de sus compañeros, con los que más se juntaba en los recesos, han dejado de venir a la escuela. José sabe que aunque muchos aquí no tengan vínculo con pandillas, el solo hecho de vivir en zonas contrarias ya los pone en riesgo.

—Ellos tres son los últimos a los que han amenazado de mi grado –responde con una naturalidad inquietante.

Su otro compañero se pone de pie y antes de marcharse asiente con la cabeza para respaldar a José.

—¿Quién te contó sobre las amenazas?

—Otro muchacho vecino de ellos me dijo que por eso no vienen.

José tiene tres hermanos mayores. Los tres se van y regresan de la institución caminando. Se ahorran el pasaje de bus, algo que sus padres, vendedores informales, agradecen. Viven en la comunidad Valle de Oro I y se benefician de la porción de arroz en leche o casamiento que les dan como refrigerio escolar.

A José le preocupa que cerca de su comunidad algún pandillero la agarre en contra suya al punto de tener que pensárselo dos veces antes de caminar hasta la escuela a diario.

Cuenta que no siempre han vivido en los asentamientos de la Escalón. Antes su familia alquilaba una pieza en un mesón del centro capitalino. José cursó desde parvularia hasta segundo grado en una escuela de la que no recuerda el nombre y en la que nunca se sintió bien.

—Aquí no dejan que nos peleemos, si te ven dándote duro con otro, te separan y nos explican que no hay que comportarse así. En la otra escuela dejaban que nos rompiéramos todo...

A mitad de la plática se acerca Elías. Tiene 14 años y va un grado delante de José. Es muy futbolero. Se le nota cuando enseña los zapatos negros entreabiertos de tanto pegarle a la pelota y cuando dice que ha pasado rogándole a su papá para que lo lleve a ver al estadio los partidos de la liga mayor de fútbol. Aquí, Elías también habla de las amenazas.

Cuenta que semanas atrás a su hermano le salieron al paso unos pandilleros cuando regresaba de la escuela. Le pidieron dinero y le dijeron que no le anduviera hablando –ni siquiera en clases– a los que viven en la comunidad de la pandilla contraria.

El joven ha optado por ir de la escuela a la casa y de la casa a la escuela. Sin desvíos.

Elías dice que no ha logrado que su hermano le cuente más: “Aunque se aburra, no quiere exponerse por andar de arriba para abajo”. Tampoco habla con sus padres. Solo lo ve romper cuadernos en plena crisis nerviosa.

Pese a que la violencia no les es ajena, José y Elías dicen que continuarán asistiendo. Que han aprendido a querer la escuela. Su convencimiento sorprende. Sobre todo después de que un estudiante de tercer ciclo fue asesinado a la vuelta de la esquina hace poco menos de un mes.

Esta es una de esas escuelas referentes. De esas que suelen ser escogidas para la inauguración de programas nacionales. De esas en las que a los alumnos se les pide ondear banderas de El Salvador en actos de celebración de la independencia patria. De esas escuelas que son imán para el voluntariado y los proyectos piloto de prevención de violencia de la empresa privada, como el Club Glee, grupos de canto y baile inspirados en esa popular serie norteamericana.

Este es el Complejo Educativo Concha Viuda de Escalón. Una escuela con la infraestructura de un colegio. Una que alberga a más de 1,700 estudiantes divididos en dos turnos –aparte de la escuela nocturna– y a la que, pese a todo, los maestros se dicen orgullosos de pertenecer.

Su surgimiento allá por 1947 coincidió con uno de los desarrollos claves en el destino de la ciudad, cuando los barrios marginales no eran territorios controlados por la delincuencia y la Escalón brillaba cual símbolo de la época dorada de las familias pudientes que se asentaron aquí.

Recibir en sus aulas a jóvenes de comunidades enfrentadas hace que en tiempos modernos esta escuela sea una de tantas en riesgo por la violencia urbana.

Por eso, cual bálsamo, en un salón pegado al portón de acceso mantienen un “aula de apoyo”. Un intento por responder ante la crisis que supone lidiar con amenazas a muerte entre la comunidad educativa. Pero de eso solo le ha quedado el nombre.

Ninguna autoridad parece impactada porque en una escuela en crisis por la violencia no haya profesionales encargados de tratar ese sentimiento de inseguridad. Hace dos años que la escuela no tiene psicólogos asignados por el Ministerio de Educación (MINED). Es una docente a la que desde hace unos meses le encomendaron la labor de estar disponible ciertos días de la semana para dar consejería a aquellos alumnos alterados por la inseguridad: “No es lo ideal, pero peor es que no tuviéramos a nadie. Se hace lo que se puede”.

Quien habla es Ever Mendoza. Es un hombre risueño y con voz de mando. Tiene 20 años de ser docente y hoy es el subdirector del turno vespertino de la Concha Viuda de Escalón. Es el primero en hablar conmigo de lo que significa trabajar en una escuela en la que alumnos de primaria hablan con naturalidad de cuántos compañeros dejan de asistir por temor a que su vida esté en riesgo.

Sabe bien que la presencia de estudiantes vinculados a pandillas –aunque son minoría– es una realidad de la que se habla poco pero que no puede ignorarse. “Todos tenemos”, me había respondido una profesora ante la pregunta de si en su salón de clases tenía jóvenes pandilleros.

Mendoza también habla del asunto y asegura que la clave para que esta escuela siga siendo “administrable” son los métodos que ha acuñado para dirigirse a ellos: “Quiérase o no, a más de alguno se le sale andar haciendo señas o amenazando a otros”.

Cuando eso sucede, él les recuerda el pacto de no agresión que acordaron respetar dentro de la escuela. Un compromiso no institucional que las autoridades hicieron firmar a quienes pertenecen a una pandilla. Y la escuela, como si se tratara de un campo en guerra, ha debido dejar las reglas bien claras. Los mensajes permanentes van en el tono de que “este no es un territorio de nadie, porque aquí las únicas autoridades son las escolares”.

En esa lucha de poder, la advertencia siempre sale así:

—Sabés que no podés andar haciendo eso aquí adentro. Te vamos a estar vigilando, y si querés seguir estudiando aquí, tenés que cambiar eso.

Mendoza asegura que estos grupos terminan respetando esas reglas. Y que, también a su manera, los profesores “ya han aconsejado a varios”.

“Es cuestión de hablar con ellos, no soltarlos, decirles que deben tener un proyecto en la vida. Muchos no saben qué quieren ser cuando terminen de estudiar ni cuando salgan a la calle.” El subdirector lo cuenta mientras recorre un amplio corredor que lleva hasta la cancha de fútbol reglamentaria. Es de grama sintética y quizá una de las más grandes de la zona.

Hace cinco años los funcionarios de Educación y del Ejecutivo vinieron hasta aquí para presentarlo como un proyecto estrella. Alrededor también instalaron graderíos y dos cafetines para que unos 130 estudiantes del turno vespertino entrenen aquí como parte del proyecto FUNDAMADRID.

Pese a todo, las amenazas siguen tocando a los estudiantes.

Un tanto triste, el subdirector me confiesa que quisiera ver que la colonia “recuperara de a poco su prestigio”. Por ello se han adherido a la Iniciativa Escalón, una asociación público-privada integrada por residentes, dueños de negocios y empresarios de la colonia que le han puesto ojo a eso de la inseguridad que envuelve a la escuela.

Los restauranteros y dueños de bares parecen haber acuñado aquello de: si la escuela está en la misma zona que mi negocio, su problema de inseguridad es también el mío. Por eso en sus reuniones acuerdan eliminar grafitos y organizarse para intervenir en proyectos dentro de estas comunidades.

Mendoza hace sonar el timbre para que los alumnos ingresen a su última hora de clases. Saluda a dos jóvenes de noveno grado que caminan cerca de los baños y que están a punto de ingresar a su clase de Lenguaje y Literatura. Les pregunta si han regresado los 12 alumnos que desertaron hace un mes. Los jóvenes contestan que solo cinco volvieron “después de lo que pasó aquí”.

Ese día, el sonido de las balas sorprendió a los alumnos que aún se habían quedado en la entrada de la escuela. Recién terminaban las clases. Un poco más lejos de aquí, la mamá de Víctor atendía un culto cristiano cuando la horrorizaron con la noticia de que a su hijo lo habían acribillado cuando salía de la escuela. Eran las 6:30 de la tarde del jueves 7 de abril.

Víctor yacía tirado boca arriba cuando un pariente se acercó a reconocerlo. El hombre, cuya voz se adivinaba juvenil, llegó con una camiseta enrollada en la cabeza para ocultar su identidad. Y ahí, frente a los micrófonos y cámaras de televisión, soltó su rabia: “A esta escuela todas estas pandillas de aquí arriba la tienen bien salvequiada”.

Ante semejante declaración y un breve sondeo entre varios profesores, me imagino que la amenaza aquí dentro debe operar algo así: si hablás del miedo, de la rivalidad, tarde o temprano alguien en la comunidad contraria lo va a saber.

Dicen que los asesinos de Víctor aprovecharon que la noche comenzaba a envolverlo todo y que las calles que bordean la escuela son de por sí solitarias. Tres pandilleros lo persiguieron unos cuantos metros antes de descargar sus armas contra él. De entre cinco a seis disparos. Su novia, quien ya se había alejado unos metros, solo alcanzó a gritar: “¡Déjenlo!”

En la escuela se dice que la muerte de Víctor “estaba cantada”. Que no era pandillero, pero que nunca les negaba un saludo cuando se los encontraba en los alrededores de su comunidad, la Cristo Redentor I.

No hacía mucho que lo habían amenazado para que cortara la relación con la joven, quien vivía en una comunidad donde opera la pandilla contraria. Él siguió yendo a la escuela y alimentando ese amor adolescente porque pensó que aquella advertencia no pasaría a más.

La suya fue una de esas muertes del círculo de violencia social del que habla el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en su Informe de Desarrollo Humano 2009-2010 y que ubica al país como el segundo más violento en Centroamérica después de Honduras.

Hoy, al noveno grado vespertino le falta un alumno, uno que ya no regresará. Víctor tenía 17 años. A casi un mes de su muerte, aquí adentro lo recuerdan de dos formas: como alguien apartado y de los pocos alumnos que caminaba solo hasta su casa, en la comunidad Cristo Redentor I.

Dicen que con un beso habría despedido a su novia a la vuelta de la escuela aquel jueves, antes de que hasta los portones de la escuela llegó el ensordecedor ruido de los proyectiles.

Esa tragedia marcó a la Concha Viuda de Escalón. Los profesores aseguran que en poco más de seis años no habían visto morir a ningún estudiante. Los últimos casos fueron los de dos jóvenes del noveno grado nocturno que cayeron abatidos a balazos frente al centro de estudios en un lapso de tan solo 15 días.

Hoy, aunque por las razones equivocadas, la escuela ha vuelto a llamar la atención. “Es una lástima que volvamos a ser importantes luego de un suceso tan trágico”, se lamenta el subdirector.

Para muestra un botón: después de la muerte de Víctor el MINED volvió a mandar psicólogos. Llegaron para dar una charla justo un viernes antes de la Semana Santa. Se reunieron con los profesores y hablaron con los alumnos durante la hora designada para la materia de Orientación para la Vida. La intervención no duró más de dos días. Prometieron regresar al mes siguiente.

Varias instituciones también mostraron interés en la escuela después del suceso. Abundan las que se han acercado interesadas en ayudar a la programación de actividades de esparcimiento: salidas a museos y teatros, caminatas o ecoturismo. Esos programas que la dirección no pudo echar a andar este año. Los fondos no alcanzaron luego del recorte general del 10% al presupuesto de las escuelas públicas que el MINED aplicó para pagar el aumento de salario que exigieron las gremiales de profesores.

La semana siguiente al asesinato de Víctor unos 70 estudiantes dejaron de asistir a clases, me cuenta el subdirector. Y no fueron pocos los padres de familia que colmaron la oficina para pedir llevarse a sus hijos.

El temor también recaló en algunos docentes, que dijeron a sus estudiantes: “Si quieren no vengan porque aquí está peligroso”.

Hoy, lo que más impresiona, en todo caso, es que tanto profesores como padres de familia crean que una sola cosa los haría dormir tranquilos: “militarizar” la escuela.

Sin duda que algo está fallando cuando toda una comunidad educativa pierde la capacidad de asombro –y alarma– hasta llegar al punto de invocar a estos agentes armados para realizar su trabajo. Algo anda mal cuando los adultos se muestran indiferentes a que los más pequeños crezcan pensando que la solución a la violencia pasa por ver a policías o vigilantes exhibir sus armas frente a ellos.

Y mientras se naturaliza el ciclo de violencia, las víctimas con uniforme escolar siguen apareciendo. En El Salvador hasta la fecha han sido asesinados 28 estudiantes durante 70 días de año lectivo. Muchos encontraron la muerte mientras caminaban rumbo a sus casas. Veintiocho tragedias que, tristemente, no terminan de escandalizar a las autoridades en un país que cerró el pasado mes de abril con 340 homicidios, 11 crímenes diarios.

Dicen que desde el asesinato de Víctor, quienes lo conocían tratan de no andar solos por la calle. Para confirmarlo busco a dos de sus compañeros en el patio de la escuela. Las risas y bromas cesan cuando me ven llegar y les pregunto sobre Víctor. Callan. “Si me ven hablando con usted me pueden matar. Hay informantes”, musita uno de ellos antes de darse la vuelta.

Es como me había dicho antes un profesor de tercer ciclo: “Mire, es que aquí va a notar que los bichos no arman relajo, pero son bien herméticos. Nadie ve nada, nadie oye nada”.

Desde una tarima llega fuerte una canción de Jennifer López. Un grupo de alumnas se mueven al ritmo de una coreografía de la diva latina del pop. El show es para las decenas de señoras y ancianas sentadas en sillas de plástico a las que ahora les reparten leche poleada en vasitos desechables.

No hay clases. Esta tarde de viernes se celebra el Día de la Madre en la escuela Concha Viuda de Escalón.

Un inquieto y moreno estudiante de segundo año de bachillerato se entretiene con un diminuto reproductor musical. Se aparta unos momentos del espectáculo y acepta hablar cerca del portón de la escuela. Lo hace convencido de que a lo mejor nadie alrededor está prestando atención.

Viste de particular. Camisa a cuadros, pantalón holgado color caqui. Se llama Mario y dice que son muy pocos los estudiantes que se sienten cómodos de revelar dónde viven.

Pienso que él, entonces, es una excepción. Vive con su familia en la comunidad La Pedrera I.

El menor de sus hermanos aún estaba frente a la escuela cuando sucedió la balacera en la que murió Víctor. Corrió hasta la esquina y alcanzó a ver a Víctor agonizante. Mario dice que esa noche su hermano retornó a la casa palidísimo. No podía creer que hubieran matado a un estudiante a tan solo unos pasos de donde él se encontraba.

—¿Por qué decidieron seguir viniendo?

—Mi hermano no estaba muy a gusto con venir al día siguiente. Pero yo lo convencí porque acuérdese que hoy no está el tiempo de decir “papá, páseme a un colegio”. Mi hermano le dijo esa noche a mi mamá que se quería cambiar de escuela, pero ella le dijo que no teníamos dinero para eso.

—A la mayoría aquí adentro no le gusta hablar de la comunidad en la que viven...

—Y no lo van a decir. Acuérdese que el joven que murió ya todos sabía dónde vivía y muchos temen que haya represalias solo por vivir cerca de esa zona.

Mario dice que a veces el temor de sus compañeros no es tanto por las amenazas, sino por la posibilidad de que lo que le pasó a Víctor se repita en uno de ellos.

Asegura que la mayoría ha cambiado desde aquel suceso. Son más los que tratan de irse en grupo o en microbús escolar. Y que ahora son más los que esperan ver a un policía a la salida de clases.

En estos amplios pasillos parece olvidada la premisa de que es el Estado el obligado a garantizar que se asista a clases sin temores, con algo más que armas y la sensación de escuelas-fortalezas.

Si bien continúa asistiendo, a Mario le ha dado por ser más precavido. En el trayecto hacia su casa procura pasar por calles con bastante circulación y en donde sabe que habrá policías, como las embajadas o los negocios.

Mario se despide. Ahora, al fondo se escucha a un mariachi en serenata que entona “Amor eterno”. Su madre –empleada de maquila– le hace señas desde una de las sillas frente a la tarima. En unos minutos partirán.

Días atrás, un sacerdote se sintió conmovido por el asesinato del joven de noveno grado al que llegó a conocer. La incertidumbre de qué sería de los demás que abandonaron las clases le quitaba el sueño. Primero tuvo la idea de crear una escuela parroquial. Pero sabía que la situación de los alumnos en riesgo no estaba para esperar trámites burocráticos.

Habló con las autoridades de la Concha Viuda de Escalón para decirles que algo había que hacer por el futuro de esos jóvenes que han sido amenazados. Que él estaba dispuesto a dar ese primer paso.

Y así, desde hace unas semanas, la Concha Viuda de Escalón tiene una escuela anexa a un costado del templo. El quinto y sexto grado están fusionados. Mientras que hay otros dos profesores que abarcan desde séptimo a noveno.

Al ver que las intenciones de los religiosos iban en serio, la Dirección Departamental de Educación de San Salvador facilitó la plaza para un docente más.

Y de a poco los alumnos han comenzado a llegar. Llegan tanto aquellos que se fueron por miedo después del asesinato como los que aún viven amenazados. Llegan sin uniforme y con esperanzas renovadas de terminar lo que empezaron.

Mario me había asegurado que muchos compañeros que ya no volvieron al salón de clases eran vecinos suyos. Y que algunos estaban emocionados por conocer la nueva escuela.

Por eso también hubo jóvenes que se acercaron desde la comunidad La Pedrera I, un parche de marginalidad en medio de la exclusiva zona comercial de la Escalón.

Son unas 156 casas que están a menos de un kilómetro de la obra arquitectónica considerada como el nuevo símbolo de desarrollo en El Salvador, la Torre Futura. Es como casi todas: laberíntica, con pasajes estrechos. Y como en el resto de comunidades que circundan el centro escolar, las casas son en su mayoría de bloque y techos de lámina.

En los mapas del Distrito III de la Alcaldía de San Salvador esta comunidad aparece como una de las más numerosas, con 495 habitantes.

Muchos de los que salieron expulsados por el miedo han vuelto a retomar los libros, pero no ha sido gracias a una iniciativa de Gobierno. Pareciera que los agujeros más grandes no fueran los de las balas, sino los que ha dejado el Estado.

Esa deuda hizo que la comunidad religiosa de la Escalón se organizara. Ahora la feligresía apoya en lo que puede al sacerdote para que la escuela no sea un proyecto fallido.

Días después de hablar con Mario y con los profesores de la Concha Viuda de Escalón decido visitar la escuela anexa. No se permite entrar a las aulas. Por seguridad, me dicen.

Es casi mediodía. Veo que en una acera se asolean dos jóvenes, Manuel y Walter. Acaban de salir de clases. Manuel hojea un atlas universal y reta al vigilante a las afueras del templo a decirle dónde quedan los países árabes.

—¿Ustedes estudiaban en la Concha Viuda de Escalón?

—Sí, pero allá me habían amenazado. Aquí más tranquilo, somos pocos y hasta hay un salón con aire acondicionado... Él también estudiaba allá, mire.

Me señala a Walter, de mirada triste y pelo engominado. Revisa unos apuntes y, sin hacer contacto visual, me comenta que conocía a Víctor.

—Dejé de llegar después de lo que pasó...

Luego me dice que al principio no estaba muy convencido de volver estudiar. Hasta hace unas semanas no salía de su casa por temor a encontrarse a los pandilleros que lo amenazaron.

Aquí retomó el octavo grado y se reencontró con otros a los que también el miedo les había ganado la voluntad.

Walter me cuenta que los primeros días de clases quiso acercarse al sacerdote para agradecerle por haber traído aulas hasta aquí.

Dice que hay días en los que extraña corretear en la amplísima cancha de básquet de la Concha Viuda de Escalón. También subirse en los recreos a la rama más alta de un árbol en el centro deportivo. O probar suerte en el club de canto y baile.

Este mediodía dos señoras perfumadas salen de la iglesia a paso cansino. Al ver a los muchachos una de ellas detiene su marcha, se acerca y les dice: “Cuídense, bichos”. Walter le pregunta: “¿De qué, seño?” “De no meterse en problemas aquí afuera.”

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