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martes, 10 de agosto de 2010
Opinando sin política (598)
Eduardo Badía Serra
Felizmente, el decreto que pretendía imponer la lectura de la Biblia en los centros escolares fue vetado por el Señor Presidente. Buena decisión la del mandatario. La lectura de la Biblia en las escuelas, de manera obligatoria, de forma literal y no comentada ni interpretada, hubiera significado para el país un retroceso de cuatro o cinco siglos en la historia de la cultura.
El Salvador hubiera tocado a la puerta del oscurantismo para pedirle que le dejara entrar y volver así a una época ya superada. El mundo se hubiera burlado maliciosamente ante una decisión de esa naturaleza. El veto, y su consiguiente falta de superación por parte del Órgano Legislativo, ha sido lo mejor que nos pudo haber pasado. Este asunto de la relación entre la religión y el Estado tiene muchos antecedentes, y poco hay ya que aprender. La realidad histórica ha demostrado que la mejor forma de relación entre ambos es mantenerse separados, caminando paralelamente pero sin mezclarse, y ambos buscando, por sus propios métodos, la consecución de un mismo fin, que no es otro que el bien común. El mutuo respeto entre ambos es la fórmula más eficaz para que cada quien funcione con efectividad. Leer la Biblia en las escuelas de forma obligatoria sería una completa contradicción, no por el hecho mismo de su lectura sino por la forma en que se pretendía imponer, y porque además, al hacerlo, se irrespetaban las autonomías de ambos, de la Iglesia y del Estado.
Además, el decreto pretendía una medida en un contexto que para nada le favorecía. Dicha lectura hubiera provocado situaciones de confrontación que sólo quien conoce la realidad interna de nuestros centros escolares podría haber cuantificado correctamente. La medida, pues, nada práctica, antihistórica, anticonstitucional, y además, inmoral, pues significaba, al ser de naturaleza obligatoria, una restricción sobre sí misma, lo cual agredía la autonomía que debe corresponder a todo acto moral, que sólo es moral si es producto de la buena voluntad, de la propia decisión del individuo o de la colectividad, única forma para que dicho acto puede convertirse en un imperativo categórico. Todo acto heterónomo, como el propuesto, es inmoral, pues restringe la libertad individual y colectiva.
Nuestra Constitución establece la laicidad del Estado ya desde 1886, con la Constitución liberal de ese año, que tuvo como padre a un jurista de renombre mundial, el Dr. Hermógenes Alvarado. La Constitución social de 1950, hija también de otro connotado jurista salvadoreño, el Dr. Reinaldo Galindo Pohl, reafirma dicho carácter laico. La actual Constitución no necesita decirlo expresamente, pero se deduce con claridad de sus contenidos y de sus preceptos que El Salvador sigue siendo un país laico. Esa expresión constitucional ha permitido sostener armónicas relaciones con la Iglesia, quien se ha visto respetada en sus acciones y en sus posiciones, y quien ha sabido igualmente respetar al Estado como expresión de la conformación y de la estructura civil del pueblo. Un decreto como el pretendido hubiera significado una confrontación, no sólo entre Estado e Iglesia, sino entre la Iglesia misma, y esto, la historia nos lo dice, es altamente peligroso. No es necesario ir a la historia universal para comprobarlo; América tiene suficientes ejemplos de ello. Cuando en México, bajo la presidencia del Sr. Ignacio Comonfort se promulgó la Constitución de 1857, que establecía la separación entre la Iglesia y el Estado, ello provocó una de las más sangrientas guerras que ese país ha sufrido, la conocida como Guerra de los tres años, que enfrentó a conservadores y liberales por causa de la separación mencionada y de los efectos que ello produjo. Esta guerra, por cierto, provocó que México tuviera durante un tiempo, tres presidentes simultáneamente, don Benito Juárez, el General Zuluaga, y el general Miguel Miramón. En el siglo pasado, en ese mismo país, se dio otra de las guerras más crueles que conoce la historia de México, provocada por motivos religiosos, y conocida como la guerra de los cristeros. La historia sabe hablar, y como decía Herodoto, sólo es historia la historia relatada. Ha pasado, pues, ese susto provocado por unos fantasmas legislativos que pretendían, sin escuchar a nadie e ignorando las enseñanzas de la historia, instituir la lectura de la Biblia obligatoriamente en las escuelas del país.
Pero la necedad es, precisamente, necia, y ahora, probablemente convencidos de su ridícula aspiración, ya definitivamente rechazada, andan pensando estos mismos fantasmas en someter a la escuela a otra obligación: La institución de una materia que incluya dentro de sus contenidos, asuntos de una amplia diversidad como la moral, el civismo, la urbanidad, la ética y los valores. De nuevo caen los señores diputados en un error que sólo podría tener dos explicaciones: La ignorancia, o la necesidad de introducir dentro de nuestra sociedad, temáticas que le distraigan de sus verdaderos problemas. No es que no deban incluirse dentro de la formación de nuestros escolares temas como los citados; el asunto es cómo deben incluirse. Una o dos materias insertas dentro de los planes de estudio, en los cuales se compriman los contenidos de los mismos, es, realmente, cosa de otros tiempos. Además, la moral, el civismo, la urbanidad y los valores son actos fácticos, se dan en la práctica misma, no se enseñan en el aula, simplemente se descubren en las acciones colectivas e individuales. Como dice la teoría axiológica, los valores no son entes, son valentes, y valen porque son actuados, no porque son pensados. Se puede, no hay duda, pensar el amor, pensar la solidaridad, pensar el bien, pero si esos pensamientos no se validan con los hechos concretos, no pueden valer, no valen, por lo tanto, no son valentes, y por lo tanto, no son valores.
A los señores legisladores se les olvida que la escuela no puede enseñar lo que la realidad niega. Y lo que nuestra sociedad actual, producto en buena medida del accionar de los políticos, niega a cada instante, son los valores universales, la moral y el civismo, la urbanidad. Claro, pueden enseñarse en la escuela dichos temas, pero yo me haría primero la pregunta de quienes más lo necesitan, nuestros jóvenes estudiantes, ahogados dentro de esa crisis existencial provocada por la sociedad de consumo y su producto, la familia presurosa, o nuestros políticos, que exigen lo que ellos no cumplen, que piden lo que ellos no practican. A mí me gustaría ver a muchos de esos santones que ahora se rasgan las vestiduras pidiendo lecturas de la Biblia y materias de moral, cívica y valores, sentados por las noches en un pupitre, unas tres horas por semana, aprendiendo lo que ahora le exigen a los demás, ante un docto maestro que les hablará de hacer el bien sin ver a quien y de qué partido político es.
Preparémonos, entonces. Pasado el susto de la Biblia, ahora llegará el de la moral. ¡Ocupados que están nuestros diputados! ¿Qué no tienen otra cosa que hacer?
Por eso, yo digo:
Pueblo, ¡Rechaza las discusiones ligeras!
Pueblo, ¡Cuidado con los cantos de sirena!
Pueblo, ¡Levántate y anda!
Pueblo, ¡Decídete por el cambio! ¡Anida la esperanza!
¿De política? ¡Noooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
ooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo
oooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooooo!
¿Para qué?
De estas, y de otras cosas, seguiremos hablando.
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