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martes, 10 de agosto de 2010

El movimiento popular y las “candidaturas independientes”




DAGOBERTO GUTIERREZ

La reciente sentencia de la Sala de lo Constitucional sobre las candidaturas a diputados sin dependencia partidaria, ha convertido en discusión al ya largo debate sobre los partidos políticos, su papel como entes estatales y como intermedios entre el aparato de Estado y la sociedad. Los partidos, sin ninguna excepción, están actuando como una casta de privilegiados en la administración del botín de la cosa pública y como el monopolio constitucional que controla y usufructa la participación del pueblo en la política estatal. En realidad, está planteada una confrontación entre el aparato y sus partidos y la sociedad, que necesita de manera vital hacer política para participar en la política propia, en la que necesita hacerlo, y no en la de los partidos. Resulta cierta la idea de que la sentencia de la Sala mueve el techo de las reglas del juego de la democracia representativa, agotada, enferma, ciega, muda y sorda ante las angustias del pueblo.

Pero, en el fondo, la figura de la participación independiente sigue estando situada dentro de la muralla de esa misma democracia representativa sin que signifique avance alguno hacia la necesaria y vital democracia participativa con la que se democratizará a la democracia.

El solo hecho de que para integrar la asamblea legislativa puedan aparecer candidaturas fuera de las listas partidarias no constituye, en realidad, el ejercicio político esencial para la democracia participativa que el pueblo necesita. Por lo menos no lo es mecánica o automáticamente, porque al final, diputado será el que viene de un partido o de una candidatura no partidaria y, en todo caso, se estará frente al ejercicio de los 3 derechos políticos que otorga la Constitución (Art. 72). Lo único que establecería la diferencia sería la concepción de lo que significa hacer política y su diferencia con la figura de participación en política. Esto es lo mismo que afirmar que un diputado representa a sus votantes o que un diputado representa al partido político que lo propone. Aquí está la esencia de este punto.

Los partidos políticos son el instrumento del régimen político, de su democracia representativa, y el cumplimiento y acatamiento de este papel destruye la posibilidad de que sean instrumentos de la gente que votó por ellos, porque ambas cosas no pueden cumplirse al mismo tiempo, y siempre el partido político y sus funcionarios prefieren la lealtad al aparato, que los premia, los privilegia, los consiente, los vuelve inviolables, y despierta en cada individuo la vocación para la reelección, que se convierte inadvertidamente en la única y real política partidaria, de modo que todo en la vida interna de los partidos, se reduce a crucificar la lucha interna teórica, política e ideológica para desarrollar la lucha intestina a fin de apartar y sepultar a los posibles rivales en el ejercicio de los cargos públicos.

De esta manera, los partidos políticos abandonan el ejercicio de la lucha política real que se desarrolla en una sociedad real con clases sociales confrontadas, con pueblos y comunidades víctimas de un modelo económico y de la vulnerabilidad ambiental, y se incorporan,
finalmente, en la cresta más alta de su entrega al aparato en la así llamada clase política estatal.

Esta es la estrangulación de la política como lucha por el poder y la renuncia a lo político como lucha vital y social por una nueva realidad.

Nada de este drama, propio de tragedia griega, desaparece con las candidaturas llamadas independientes, y el movimiento popular ha de saber que aunque es muy importante moverle el piso al monopolio de los partidos realmente existentes, lo verdaderamente importante es hacer política, aprender a hacer una política independiente, saber que esto solo se logra en el remolino vertiginoso de la lucha confrontada de los intereses opuestos de la sociedad y sabiendo que la conquista de un cargo público tiene sentido, siempre y cuando constituya este cargo público y este aparato, un instrumento para el logro de un fin previamente establecido, que no es, por ahora, el del aparato.

De no tener esta claridad en la cabeza política, el movimiento popular puede ser sacudido por las fiebres palúdicas de las candidaturas y, al igual que los partidos, podrían transformarse sus organizaciones en escenarios turbulentos, cuchillo en mano, con sangre derramada, para lograr candidaturas apetecidas que serían, como en los partidos, el fin en sí mismas, de una lucha que sin ser política tendría toda la apariencia de serlo.

Es una buena noticia que la Sala de lo Constitucional haya metido mano jurídica y puño sociológico para ajustar la ley secundaria electoral a la norma constitucional; pero lo mejor de la coyuntura viene dada por la desenredada oleada de crítica contra el sistema de partidos políticos, y además, por la circunstancia feliz de que ninguno de los partidos apoye o entienda, o muestre sensibilidad, ante la participación electoral de los ciudadano sin el control partidario.

Esto es aleccionante para los miembros de estos partidos porque pueden así entender que sus partidos son iguales en la medida que tienen la misma visión ante los aspectos esenciales del régimen político, y que las diferencias de discursos, de colores y de candidatos no reducen la identidad única en lo referente a su papel político fundamental de instrumentos del aparato estatal.

Por sí sola, la facultad de ser candidato a diputado en listas no partidarias no escapa al cercado de la democracia representativa ni vuelve a ésta más representativa ni participativa, todo dependerá de resolver bien, en la teoría y la práctica, el uso de los aparatos estatales en función de los fines populares.

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